53 días

Recuerdo el día en que el mismísimo santo, guiado por las estrellas del cielo, me encomendó su divino favor al cual yo le respondí ofreciéndole una auténtica fortaleza donde rendir devoción y culto a la vez que se dignaban oraciones para honrar el alma de mis padres.

Recuerdo que elegí tal sitio atraído por mi misión de cerrar con un lugar sagrado el sitio maldito donde la tradición popular llamaba “Boca del Infierno”, aunque sin duda en estos últimos años parece que el Diablo en persona se está vengando de tal desafío. Llegué a mi particular templo a principios de julio, tras un largo camino desde la Villa, el más largo de mi vida, y ahora sé que aquí y ahora he de morir. A cada día que pasa escucho el tañido de las campanas, las oraciones y el altar, el cual gracias a mis recomendaciones puedo ver con apenas girar la cabeza ya que esta enfermedad me tiene postrado en cama durante todo lo que dura un día y una noche…

Sé que es mi hora, y para ello preparé minuciosamente todo en cuanto estuvo en mi mano… Reliquias como la de San Sebastián, Vicente, o Albano me acompañan en estas mis últimas horas, acompañado en todo momento de mis leales servidores que entonan pasajes de la Biblia. Incluso mandé mi propia cama para mi eternidad, hecha por designio de Dios. Pero entre todos estos símbolos para apoyar mi viaje a los Cielos hay uno que no deja de aterrarme cada noche y a la vez maravillarme… Como si de tratarse de una visión apocalíptica, delante de mis ojos se torna una extensa tabla que en su exterior me muestra un mundo vacío y gris, un pre-mundo, la oscuridad antes de que Dios moldease todo lo existente. Y es que esta visión se interrumpe una vez que de su centro se abre hacia mí, y me muestra todo el poder del Cielo e Infierno. A un lado puedo ver el propio paraíso, Edén, la tierra primigenia poblada de fauna y flora llena de luz… pero al otro lado se me antoja otro paisaje muy distinto, lleno de horror y crueldad. La violencia inunda el espacio de la tabla, como si el propio pintor hubiese podido ver todos los horrores y violencia del Infierno, los cuales han sido traslados a este mundo, nuestro mundo terrenal.

Aunque tengo miedo a morir, ya que soy mortal como cualquier otro de este mundo, sé que apenas quedan unas horas para el inevitable desenlace, y agarrado al crucifijo con el cual murió también mi padre y tras encomendar mi alma a Dios solo me queda un único asunto: ¿Adónde irá mi alma? ¿A ese jardín primigenio donde reunirme con mi Creador y familia? ¿O por el contrario mi alma sufrirá el castigo eterno? Sea cual fuere aquí termina un capítulo de la Historia…

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Aunque, de manera ficticia respecto a este pequeño prólogo de los pensamientos de Felipe II, así tuvieron que ser los últimos días del rey más poderoso de la Europa del s. XVI: Felipe II. Gracias a sus cronistas (Sigüenza entre ellos), sabemos cómo la salud del rey fue empeorando desde 1592 para finalmente seis años después la enfermedad lo llevase a otra vida. Y es que desde su traslado, el 30 de junio, de Madrid a El Escorial, esos 53 días que pasaron sin duda fueron los peores días de su vida, llenos de crueldad y de una enfermedad la cual a cada día le pasaba más factura. Dicha enfermedad fue la gota, la cual también sufrió su padre, Carlos V.

Sabemos que en sus últimos meses se dispuso de un verdadero arsenal de reliquias, pasajes bíblicos, e innumerables instrumentos más para asegurar su pasaje al otro lado. ¿Pero por qué el hombre más poderoso de Europa tenía miedo no a la muerte, sino al destino de su alma?

Fray Diego de Yepes, según nos cuenta Sigüenza, actuó como confesor del rey, y durante tres días estuvo declarando absolutamente toda su vida. Y su labor no terminó ahí, sino que durante una de las operaciones para curar esos “postema”, el mismo confesor por orden del rey, le ordenó que durante su operación (dolorosa cuanto menos) le recitase la pasión según S. Mateo

“A su confesor el padre fray Diego de Yepes, que le leyese la pasión de San Mateo, consideración llena de piedad y de ejemplo”

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Diego de Yepes

Fue una enfermedad que desde aquel 6 de julio que entró en su particular templo de Salomón, fue consumiéndole tanto la carne como el alma, y es que como nos cuenta nuestro particular narrador, tenía cuatro llagas tanto en manos como en pies, aparte de tener un absceso en la rodilla. Lo cual le provocó la inmovilidad de la mano para poder firmar documentos como una total inmovilidad, que le obligó a estar en cama las 24h. del día. Y es que a esto se le sumó un principio de hidropesía, que como narra Sigüenza:

“La recaída y calenturas del miércoles 22 de julio eran dobles […], se juntó un principio de hidropesía, hinchándosele el vientre, muslos y piernas, causándole una implacable sed”

Y es que aquí no acaba el cuadro tan terrorífico que enmarcó estos 53 días de sufrimiento, ya que como dijimos anteriormente el rey se valió de mil y un reliquias para aliviar su cuerpo y espíritu. Entre ellas tenemos la rodilla de San Sebastián, la costilla del obispo Albano, el brazo de Vicente Ferrer…

“Mandó que le trajesen algunas de las santas reliquias […] se hizo así, el uno llevó la rodilla entera con el hueso y pellejo de San Sebastian; otro una costilla del obispo Albano (enviado por el Papa Clemente VIII); y el tercero el brazo de San Vicente Ferrer”

Junto a estas reliquias, las cuales se dice que llegaba a besar y colocar en los sitios con más dolor, la habitación del rey fue cogiendo un aura de excesivo cristianismo, y es que mandó colocar imágenes y crucifijos por todos los lados de la habitación junto con cuadros tan simbólicos como los creados por Hieronimus Van Aken, y su visión espiritual.

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“Ahora en este tercio postrero y ultimo aprieto, mandó poner a todos los lados de la cama y paredes, crucifijos e imágenes; Mandó hacer muchas y notables limosnas en estos días que duró la enfermedad”

Ya a principios de septiembre, y temeroso de que la muerte le sobreviniera, decidió comulgar por última vez, incluyendo la extremaunción que, palabras de Sigüenza,

“mandó a su confesor que le llevase el Manual, libro donde se administran los Santos Sacramentos, y le leyese todo lo que éste tocaba sin dejar letra”.

Por último, en los últimos días de su vida ordenó sus dos últimas peticiones, seguramente las dos más importantes. Una de ellas fue empuñar un crucifijo, con el que su padre Carlos V había muerto, por lo que Felipe II quiso seguir la tradición y lo dispusieron dentro de la cama del rey, y a petición de éste, lo retirarían una vez hubiese muerto para que su hijo, Felipe III, dispusiese del mismo para seguir este ritual.

Y el último deseo del rey, quizá uno de los aspectos más interesantes de su sepultura, fue dar traza y modo para amoldar su lugar hacia la eternidad. Y es que mandó fabricar su propio ataúd con una madera un tanto especial… Hacía unos cuantos años, pasando por Lisboa, el rey vislumbró a un barco varado en la arena llamado “Cinco llagas” (curiosa coincidencia), y viendo el fenómeno como si se tratase de un mensaje divino ordenó que con la madera de aquel barco varado hiciesen su ataúd. También ordenó que lo envolviesen en una caja de plomo dentro del ataúd, para evitar los malos olores.

Finalmente, en la madrugada del 12 al 13 de septiembre a las cinco de la madrugada, el rey Felipe II dejó este mundo.

Sin duda, la muerte del rey más poderoso de Europa fue la de un rey que temía a la muerte, que casi leyendo entre líneas podemos ver que no tenía claro cuál iba a ser su papel en el Más Allá, y dónde terminaría su alma. Incluso podemos determinar que casi quiso “comprar el Cielo”, rodeándose de toda clase de reliquias y cuadros para asegurar su paso al paraíso.

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